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Sobre la libertad religiosa, la laicidad y la Democracia

Hace unos días y  bajo el titular “Iglesias expresan su rechazo sobre temas valóricos”, la prensa escrita y la televisión informaban que los representantes de las iglesias cristianas se habían apersonado en la Moneda (y habían sido recibidos por autoridades de gobierno) para entregar una carta de rechazo a los proyectos sobre acuerdo de vida en pareja, aborto terapéutico y no discriminación que se tramitan en el Congreso, dado que dichos proyectos atentarían- según  los firmantes- contra los valores en que se fundó el país y que son la base de la sociedad.

 

Me voy a permitir transcribir parte de este documento. La carta señala: “2. Respetamos profundamente a quienes piensan de manera diversa en estos temas, sin embargo ello no legitima que se introduzcan cambios conceptuales drásticos en la legislación que afecten las profundas convicciones arraigadas en nuestro pueblo. De la misma manera, creemos que las leyes que emanan del poder legislativo deben respetar siempre el designio creador sobre el ser humano y lo que la misma naturaleza nos enseña acerca del amor humano, la vida y la familia. 3. Por estas razones nos parece completamente improcedente que se legisle para introducir en nuestra patria el aborto […]. No existe ninguna razón que haga lícita una intervención directa con el propósito de privar de la vida al más inocente de todos los seres. 4. De la misma manera expresamos nuestro rechazo a la legislación que pretende incluir en el ordenamiento jurídico las uniones de hecho, especialmente entre personas del mismo sexo. Creemos que aprobar estas iniciativas […], implica por sí mismo discriminaciones atentatorias contra el bien de la institución matrimonial e injustas en contra de la vida. 5.  Las Iglesias Cristianas en Chile rechazamos que en la redacción del actual proyecto de ley que establece medidas contra la discriminación se use el término “orientación sexual”, un concepto cuya ambigüedad ha derivado, en otras naciones, en una distorsión de la sexualidad y de las bases de la familia, así como en un serio peligro para el ejercicio de numerosas libertades, entre otras la religiosa, que son los fundamentos de una sociedad libre […]. 6. Considerando que más de un 85 % de la comunidad nacional se declara de convicciones cristianas, invitamos a nuestras autoridades y legisladores a una seria reflexión acerca de las consecuencias que legislaciones como las señaladas pueden importar para el futuro de Chile. […]  7. Nos importan los valores de la diversidad y el respeto en una sociedad libre y democrática. Pero a la autoridad le corresponde reconocer que existen principios y valores inmutables que han alimentado el alma y los cimientos de nuestra nación, cristiana desde sus inicios. Quienes no los acepten tienen todo el derecho de hacerlo, pero la ley es una ordenación social, moral y ética para todos y no puede imponerse contrariando la naturaleza de las cosas y vulnerando, creemos, el sentir mayoritario del país”.

 

Creo que el razonamiento de la carta puede resumirse en la siguiente tesis: “somos tolerantes con la diversidad siempre que no contravenga ciertos principios y valores que consideramos inmutables. Estos serían la heterosexualidad como base de la familia y la protección del no nato”. Para sustentar este alegato, la única razón que se aporta en el texto es la referencia a la población mayoritaria chilena que, declarándose cristiana,  suscribiría, entonces, esta tesis. Digo que no hay otra justificación porque entiendo que sostener que a) no existe una razón lícita para interrumpir un embarazo y b) el matrimonio es (o debe ser) entre un hombre y una mujer;  no constituyen en sí mismos argumentos (en el sentido de aportación de razones justificativas) sino meras afirmaciones. O sea, equivalen a un “porque sí” o un “porque no” que, como se sabe, son comunes entre los niños.

 

Estoy cierta que pueden aportarse varias razones que justifican la interrupción del embarazo y algo de eso he hecho en otra columna (Leer: El debate sobre el aborto y sus argumentos); y también otras tantas que demuestran que el matrimonio igualitario es una cuestión que se relaciona con la dimensión de reconocimiento de la justicia social (Leer: Acuerdo de Vida en Pareja y movimiento estudiantil. ¿Redistribución o reconocimiento?), pero lo que me ocupará aquí no es eso, sino el rol público de las iglesias  en las sociedades democráticas.

 

Desde luego,  no es reprochable que las iglesias-como cualquier otro colectivo- expresen sus opiniones sobre temas de deliberación pública. Al contrario, la actuación de las iglesias en la vida pública está garantizada constitucionalmente en nuestro sistema a través de la protección de la libertad de culto (19 N° 6) que implica el derecho de éstas para organizarse como tales,  erigir y mantener sus templos, expresar públicamente sus creencias y desarrollar –también públicamente- sus rituales. Esta especial protección-que existe también en el Derecho comparado- tiene una raíz histórica. La tolerancia, como valor angular de nuestros ordenamientos, tiene su origen en la reforma religiosa, de manera que podríamos decir que la libertad religiosa es la madre del resto de las libertades.

 

Sin embargo, por paradójico que resulte, el especial estatus de la libertad religiosa en los Estados modernos se relaciona con el fenómeno de humanización que ésta cataliza, es decir, con un  movimiento progresivo de liberación intelectual que propicia que el ser humano se desprenda de todo determinismo (incluidos, desde luego, los religiosos) y se apropie de su destino. Una de las primeras manifestaciones de este movimiento se expresa en la necesidad de reconocer al individuo el dominio sobre sus propias convicciones y excluir, como contrapartida, la interferencia del Estado en esta esfera.

 

De ahí que para que la libertad religiosa en su doble dimensión (de conciencia y de culto) sea compatible con el humanismo moderno y con la misma idea de libertad (entendida como autonomía) requiere ser conjugada con el principio de laicidad, esto es, aquel que establece la separación del Estado y la Iglesia y que- conviene recordar-  en Chile fue establecido por primera vez en la Constitución de 1925. De otra manera, la libertad religiosa, particularmente aquella asociada a las religiones tradicionales (que son las únicas creencias que están excluidas de la sospecha de ser sectas), se transforma en puro privilegio.

 

Mirado así, uno puede plantearse la cuestión de la preferencia de convicciones a las que alude la carta (la cristiana versus las otras que protegerían los proyectos de ley aludidos en ella) de la siguiente manera: ¿Por qué las creencias cristianas, en tanto concepciones morales íntimas de ciertos sujetos y  no vinculantes para otros que no adscriban a ellas, merecen que se proteja especialmente su exteriorización colectiva, y otras convicciones o elecciones morales (como el ejercicio de la sexualidad y/o las relaciones de cooperación, de cuidado y de amor que entablan sujetos al margen del matrimonio) no merecen la misma consideración y deben, en contraste- ser “semi-ocultadas”?

 

Alguien puede argumentar-retomando la tesis central de la carta de las iglesias- que la razón de esta protección privilegiada y de la ingerencia especial de las iglesias en los debates públicos (la que-dicho sea de paso- se expresa en prácticas nacionales de dudosa legitimidad como la mediación eclesiástica en conflictos políticos) se justificarían por la gran cantidad de personas que profesan las creencias que estas organizaciones encarnan. Es decir, un argumento simple de mayorías. Sin embargo, este argumento no sólo olvida los orígenes de la libertad religiosa como derecho contramayoritario; sino que, además, no considera que los Estados democráticos de Derecho son modelos políticos que deben conciliar la decisión de las mayorías con los legítimos intereses de las minorías. Sin este contrapeso, la democracia se transforma en tiranía de las mayorías y la libertad religiosa deja de proteger convicciones autónomas para transformarse en una simple herramienta (estatal) de adoctrinamiento ideológico y en una fuente de sujeción moral. 

 

Yanira Zúñiga Añazco  

Profesora de Derechos Fundamentales  - UACh

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